Nadie podría imaginarlo, jamás. A nadie se le daría por pensar en meter su cabeza adentro de un inodoro, para no morir quemado. En meterse en un baño de cuatro baldosas de cada lado, sin ventana ni salida. Pero hay que estar en la desesperación. Y eso -lo inimaginable- hicieron los presos de la Brigada de Investigaciones Norte, con la intención de ampararse del fuego que ellos mismos habían encendido. A dos de los detenidos, sin embargo, no les bastó con mojarse con agua de inodoro. Murieron igual, asfixiados y aplastados.
“Había ocho chicos amontonados en un baño de un metro por uno y medio. Estaban metidos ahí. No se veía nada; pero no por las llamas, sino por el humo. Era espeso. Para entrar, hicimos un rastreo por las paredes. Íbamos palpando. Y cuando los encontramos, no lo podíamos creer: no esperábamos que hubiera tantas personas en ese lugar... la cantidad de cuerpos que sacamos. Era difícil separarlos, porque se habían aferrado a ellos mismos. Algunos estaban arrodillados. Otros, acostados en el piso, comprimidos por sus compañeros de encima. Dos habían metido la cabeza dentro del inodoro, porque buscaban aire. Estaban desmayados, en estado de shock o con una asfixia grosera. Los íbamos sacando de uno en uno. Y los llevábamos hasta un patio. Entonces, los poníamos de costado, vomitaban y volvían a respirar. Todavía hoy, me acuerdo de esos cuerpos, tirados e inconscientes. Y me acuerdo también de los dos que no aguantaron. Intenté revivir a uno de esos chicos durante 15 minutos. Después le hicieron reanimación los médicos. Cuánto humo habrá tragado. Y en medio de eso, los gritos. Los gritos de dolor se oían todo el tiempo, de los que volvían en sí y de los demás presos, que nos pedían que salváramos a sus amigos. Era una escena complicada. Si hubiésemos llegado unos minutos más tarde, morían todos”.
Ese es el relato que hace Pedro Hernán Rodríguez Salazar, uno de los bomberos que rescató a los 19 reos que el lunes por la mañana quemaron un colchón porque no querían que los policías lo revisaran. Aunque lleva siete años al frente de esa dotación, dice que nunca antes había vivido algo semejante. “Yo estoy habituado a situaciones fuertes, pero esto fue impactante”, afirma.
- ¿Qué pensaba mientras estaba ahí?
- Uno no piensa en nada en esos momentos. Sólo trata de seguir el protocolo. Queríamos sacar a las personas. Las llamas volvían a encenderse y habíamos visto que los cables estaban quemados.
En la sede de los bomberos -un edificio prestado situado arriba de una carnicería, en la avenida Solano Vera, de esa ciudad- se encuentra también el oficial Pablo Bustos. “El baño donde se habían metido los ocho es más chico que esta mesa. ¿Entiende? Más chico que una mesa. Esos muchachos parecían palitos chinos. Imagínese, todos cruzados. Fue muy difícil sacarlos”, reitera.
Una puerta se abre y entra Carlos Peralta, el segundo hombre al mando de ese cuartel. Ha oído el final del testimonio de su colega, y como también estuvo en el rescate, añade: “cuando llegamos, estaban todos desesperados, los policías y los detenidos. Nos gritaban de todas partes. Para peor, adentro de ese baño no veíamos nada. Y eso que teníamos las linternas de los cascos prendidas. Había gente hasta en el hueco de atrás del inodoro. Y estaban trabados, agarrados entre sí”.
Andrés Cuenya -26 años y el más joven de los bomberos que estuvo en la comisaría- reafirma los dichos de su superior: “ahí no nos veíamos ni las manos. Fue un trabajo complicado. Nos desgastó físicamente. Era mucha gente metida en un lugar tan chiquito”.
Y es que nadie podría imaginarlo, jamás. Meter la cabeza en un inodoro, para salvarse del fuego. Amontonarse en un baño. Enlazarse como palitos chinos. Impensable.